Ridículo sin nombre


El mismo bar y el mismo silencio,
las mismas canciones que no se van
haciendo pensar que no hay nada nuevo
que se pueda decir entre mortales.

Los músicos hacen silencio,
dicen adiós y ella entra y lo revuelve todo,
pide tres canciones y suenan cinco,
dice cuatro palabras y responden seis.

Yo sigo silente en la mesa de hoy.
Nunca tengo la mesa de siempre,
como evitando ser lo que soy.
Eterno repitente de actos,
majadero visitante en este mundo.

Luego me piden cantar y hago caso,
nada suena bien, mi mente se oscurece
y la vieja canción se hace nueva,
perdiéndome en un laberinto del que no
saldré ya más, hasta que sea muy tarde.

Los momentos son estaciones del tren
entre mi casa, el pasado y las madrugadas.
Los recuerdos son vigas por las que transcurre
una locomotora herrumbrada y deshecha,
que dirige un desquiciado maquinista.

Mañana es la promesa temprana
de una misa de réquiem donde dormir,
y las personas son imágenes insoportables
para quién el amor no cabe ya más en su boca.

Caradura por el frío de diciembre,
intento concebirme nuevo en la noche,
y las voces que deben de estar riendo
me desequilibran sobre este andamio.

No digo nada y debería decir aún menos,
cuando el final de mis actos se desdibuja
en la sorpresa de verme viejo y ausente.
Niño que pintaba soles y montañas
en hojas opacadas por el pasar del tiempo.

Termino en la misma posición sosteniendo
mi mundillo con las uñas, y esperando la llegada
del ángel salvador de soldaditos de lata,
para la gloria de los olvidados por una noche,
que como esta, se transforma en pesadilla.

No hay nada entre los árboles que pueda dar
descanso a las luciérnagas en su peregrinar
de oscuridad y viento junto al río.
Mucho menos un abrazo que caliente
mi cuerpo en la vieja cama donde habito.

7/Dic/2010

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